“Al inventar un personaje hay que darle alguna característica que le diferencie de lo que hay en ese momento en el mercado […], que no tenga muchas características, para no encerrarlo, pero que tenga suficientes para hacerlo distinto de los demás”. Con estas palabras resume Francisco Ibáñez su idea de lo que debe ser un personaje de historieta (véase la mítica entrevista de la revista U). A lo largo de su carrera, hemos comprobado la puesta en práctica de esta teoría: la ceguera de Rompetechos, la glotonería de Otilio, la pasión desmedida por el movimiento de Tete Cohete, etc., han sido las características que han individualizado a sus personajes y que constituyen, en líneas generales, sus únicos rasgos de personalidad, dejando así mayor libertad para la creación de los gags. Si, como dice Ibáñez, un personaje ha de tener una única cualidad distintiva para no encorsetarse, podemos decir que el autor acertó de lleno con la creación de Mortadelo, pues su rasgo característico, el disfraz, consiste precisamente en eso: en no ser nada para poder ser cualquier cosa. Desde este punto de vista, se puede afirmar que el agente de la TIA constituye la mejor formulación práctica de la noción que tiene su autor de lo que debe ser un personaje de cómic.
Precisamente ese cajón de sastre que es la personalidad de Mortadelo le ha permitido no solamente transformarse en cualquier cosa, sino resistir al paso del tiempo, acomodándose a los vientos que soplan con una frescura envidiable. En sus primeros años, en aquellas historietas de “Agencia de información” de una sola paginita en la que el autor todavía no podía desarrollar su técnica del gag continuo, los disfraces fueron la oferta de Ibáñez para captar a un lector ávido de novedades en cada viñeta. Al disfrazarse, ese señor de negro (tan de negro como la España del momento) llamado Mortadelo, adoptaba las más diversas formas y dimensiones, jugaba, soñaba, se evadía. Esa evasión era truncada por la presencia de un jefe omnipotente que, palo de golf gigante en mano, lo devolvía a una dura realidad de luto perpetuo. Este choque entre realidades opuestas se ejemplificaba mediante el recurso del disfraz y del “objeto contundente” del jefe, recursos que no son sino dos ejemplos del magnífico uso que Ibáñez hace de las metáforas visuales, estudiadas en El mundo de Mortadelo y Filemón, de Migsoto.
Ya desde los primeros tiempos, se reflejaba otra de las funciones básicas del disfraz: la expresión de estados anímicos y psicológicos. Si el personaje se siente deprimido, aparecerá en forma de alfombra, oruga o gusano. Si se siente estúpido, se transformará en burro. Si se queja de la explotación a la que su jefe lo somete, aparecerá ante nuestros ojos con atuendo de esclavo, criada o soldado. Si está enamorado, puede vestirse de loco o flotar sobre una nube, cual César de la Roma imperial. Aunque después de casi medio siglo conviviendo con el camaleónico personaje todos estamos acostumbrados a sus transformaciones, resulta injusto restarle valor a lo que el disfraz tiene de abstracción e incluso de poesía.
Todos sabemos que cuando un excelso príncipe de las letras quiere expresar su tristeza en un poema, nunca dirá “Estoy triste” (si es realmente un buen escritor). El otoño, las ruinas o la tormenta expresarán de manera más artística su interioridad. Lo mismo sucede con Mortadelo: a través de la elocuencia del disfraz, de la imagen, Ibáñez nos transmite mucho más que lo podría expresar con el texto de los bocadillos o la simple expresión de la cara. Desde este punto de vista, el uso de la metáfora visual que suponen los disfraces de Mortadelo toma tintes vanguardistas que calificaríamos indudablemente de “geniales” si viéramos en la obra de un autor extranjero o en un cómic experimental.
Si bien es cierto que la metáfora visual no es un hallazgo exclusivo del autor (antes bien, es indisoluble a la esencia misma del cómic), Ibáñez la lleva a su mejor formulación. Como sucede con todos los recursos humorísticos que toca, nuestro autor aprovecha al máximo las posibilidades de su arte. Así, lo que en otras manos hubiera resultado pobre o insulso, llega al barroquismo en las suyas. De hecho, podemos decir que la originalidad de los disfraces de Mortadelo (ha llegado a disfrazarse hasta de “revés”), el esmero con que cuida los detalles de los mismos (fruto de la documentación) y la agilidad que aportan al desarrollo de la historieta, son algunos de los mayores alicientes que llegan a tener algunas de las últimas entregas de la serie (distanciada ya de la genialidad de otros tiempos). Lo mismo se podría decir de los objetos contundentes que usa Filemón para perseguir a su empleado (que dejarían boquiabiertos a los portadores del clásico garrote de la Escuela Bruguera). Objetos que son, al fin y al cabo, otra abstracción, otra metáfora visual que expresa la agresividad del personaje (¿o acaso lleva Filemón en el bolsillo una botella gigante de salfumán, una sierra con mira microscópica o una central eléctrica diminuta?).
Tanto los disfraces de Mortadelo como los llamados “objetos contundentes”de Filemón ejemplifican bien la aportación de Ibáñez a la Escuela Bruguera y, en definitiva, al cómic español: la adopción de convencionalismos y recursos ya existentes que, en sus manos, se amplían, perfeccionan y barroquizan hasta alcanzar las más altas cotas humorísticas. Tal vez poca gente se haya parado a pensar en estos aspectos, quizás porque los disfraces de Mortadelo no son hoy, por ejemplo, más extraños que el color azul de los Pitufos. Sin embargo, los recursos señalados nos hacen ver en Ibáñez a un autor conocedor de su profesión, de extraordinaria pericia en el ejercicio de la misma y plenamente consciente del partido que puede sacar de los recursos que ofrece el arte del cómic.
Precisamente ese cajón de sastre que es la personalidad de Mortadelo le ha permitido no solamente transformarse en cualquier cosa, sino resistir al paso del tiempo, acomodándose a los vientos que soplan con una frescura envidiable. En sus primeros años, en aquellas historietas de “Agencia de información” de una sola paginita en la que el autor todavía no podía desarrollar su técnica del gag continuo, los disfraces fueron la oferta de Ibáñez para captar a un lector ávido de novedades en cada viñeta. Al disfrazarse, ese señor de negro (tan de negro como la España del momento) llamado Mortadelo, adoptaba las más diversas formas y dimensiones, jugaba, soñaba, se evadía. Esa evasión era truncada por la presencia de un jefe omnipotente que, palo de golf gigante en mano, lo devolvía a una dura realidad de luto perpetuo. Este choque entre realidades opuestas se ejemplificaba mediante el recurso del disfraz y del “objeto contundente” del jefe, recursos que no son sino dos ejemplos del magnífico uso que Ibáñez hace de las metáforas visuales, estudiadas en El mundo de Mortadelo y Filemón, de Migsoto.
Ya desde los primeros tiempos, se reflejaba otra de las funciones básicas del disfraz: la expresión de estados anímicos y psicológicos. Si el personaje se siente deprimido, aparecerá en forma de alfombra, oruga o gusano. Si se siente estúpido, se transformará en burro. Si se queja de la explotación a la que su jefe lo somete, aparecerá ante nuestros ojos con atuendo de esclavo, criada o soldado. Si está enamorado, puede vestirse de loco o flotar sobre una nube, cual César de la Roma imperial. Aunque después de casi medio siglo conviviendo con el camaleónico personaje todos estamos acostumbrados a sus transformaciones, resulta injusto restarle valor a lo que el disfraz tiene de abstracción e incluso de poesía.
Todos sabemos que cuando un excelso príncipe de las letras quiere expresar su tristeza en un poema, nunca dirá “Estoy triste” (si es realmente un buen escritor). El otoño, las ruinas o la tormenta expresarán de manera más artística su interioridad. Lo mismo sucede con Mortadelo: a través de la elocuencia del disfraz, de la imagen, Ibáñez nos transmite mucho más que lo podría expresar con el texto de los bocadillos o la simple expresión de la cara. Desde este punto de vista, el uso de la metáfora visual que suponen los disfraces de Mortadelo toma tintes vanguardistas que calificaríamos indudablemente de “geniales” si viéramos en la obra de un autor extranjero o en un cómic experimental.
Si bien es cierto que la metáfora visual no es un hallazgo exclusivo del autor (antes bien, es indisoluble a la esencia misma del cómic), Ibáñez la lleva a su mejor formulación. Como sucede con todos los recursos humorísticos que toca, nuestro autor aprovecha al máximo las posibilidades de su arte. Así, lo que en otras manos hubiera resultado pobre o insulso, llega al barroquismo en las suyas. De hecho, podemos decir que la originalidad de los disfraces de Mortadelo (ha llegado a disfrazarse hasta de “revés”), el esmero con que cuida los detalles de los mismos (fruto de la documentación) y la agilidad que aportan al desarrollo de la historieta, son algunos de los mayores alicientes que llegan a tener algunas de las últimas entregas de la serie (distanciada ya de la genialidad de otros tiempos). Lo mismo se podría decir de los objetos contundentes que usa Filemón para perseguir a su empleado (que dejarían boquiabiertos a los portadores del clásico garrote de la Escuela Bruguera). Objetos que son, al fin y al cabo, otra abstracción, otra metáfora visual que expresa la agresividad del personaje (¿o acaso lleva Filemón en el bolsillo una botella gigante de salfumán, una sierra con mira microscópica o una central eléctrica diminuta?).
Tanto los disfraces de Mortadelo como los llamados “objetos contundentes”de Filemón ejemplifican bien la aportación de Ibáñez a la Escuela Bruguera y, en definitiva, al cómic español: la adopción de convencionalismos y recursos ya existentes que, en sus manos, se amplían, perfeccionan y barroquizan hasta alcanzar las más altas cotas humorísticas. Tal vez poca gente se haya parado a pensar en estos aspectos, quizás porque los disfraces de Mortadelo no son hoy, por ejemplo, más extraños que el color azul de los Pitufos. Sin embargo, los recursos señalados nos hacen ver en Ibáñez a un autor conocedor de su profesión, de extraordinaria pericia en el ejercicio de la misma y plenamente consciente del partido que puede sacar de los recursos que ofrece el arte del cómic.